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Guanajuato 2020 | La oportunidad
Las movilizaciones estudiantiles en la UG confirman que en el estado están emergiendo alternativas de deliberación y debate a través de las cuales las y los ciudadanos pretendemos incidir en el espacio público
En esencia, la teoría elitista del poder establece que hay dos grupos en una sociedad: uno pequeño pero poderoso, las «élites» y otro grande, de masas desempoderadas, los «excluidos»[1]. La teoría plantea que mientras las «élites» están bien organizadas y controlan las principales instituciones económicas, sociales y políticas del sistema, los «excluidos» enfrentan enormes obstáculos para lograr incorporar sus reivindicaciones a la agenda política, razón por la cual su influencia sería más bien marginal. Desde esta perspectiva, mientras la acción política de las «élites» estaría orientada a la conservación del status quo, es decir, al mantenimiento de sus privilegios, la de los «excluidos» pivotaría sobre la transformación de su realidad. En consecuencia, las «élites» se resistirían a los cambios que pudieran amenazar su posición, lucharían contra la pérdida de poder y trabajarían para impedir la consecución de intereses que pudieran entrar en conflicto con los suyos.
De acuerdo también con la teoría elitista del poder, los actores institucionales de un sistema político -gobiernos, funcionarios y partidos políticos- suelen justificar, priorizar y reproducir los valores e intereses de las «élites». Guanajuato es un buen ejemplo de esta teoría.
Desde su ascenso al poder en 1991, los sucesivos gobiernos de Acción Nacional en Guanajuato han promovido y protegido, desde las instituciones a su cargo, la lógica de reproducción, acumulación y centralización del capital, lo que comunmente conocemos como neoliberalismo. Como resultado, durante el último año, Guanajuato registró el mayor avance en la aportación al PIB nacional.
Sin embargo, el Producto Interno Bruto (PIB), ese indicador que mide el tamaño y la salud de una economía a nivel macroeconómico, nada nos dice de los costos de reproducción social y ambiental. El PIB, por ejemplo, no regoge el valor del trabajo no remunerado (el trabajo doméstico o el voluntariado, entre otros), tampoco da cuenta del nivel de desigualdad en la distribución de los ingresos (la desigualdad en Guanajuato es la segunda mayor en el país**[2]** y, desde luego, no registra las externalidades,[3] es decir, los efectos nocivos que produce el crecimiento económico y que, normalmente, se transladan o transfieren a los sectores más desfavorecidos de la sociedad, es decir, a las y los «excluidos».
Dicho de otra manera, es improbable que las autoridades de Guanajuato lleguen siquiera a intentar modificar la correlación de fuerzas realmente existente en nuestra sociedad; por el contrario, a través de sus políticas públicas refuerzan y legitiman las relaciones de poder -de subordinación o de dominación- entre las «élites» y las y los «excluidos». Desde este punto de vista, las «élites» ostentarían un poder virtualmente ilimitado mientras que las y los «excluidos» serían funcionalmente impotentes.
Bajo tal correlación de fuerzas, para la defensa de sus intereses o para hacer valer sus pretensiones, es decir, para la transformación de su realidad, las y los «excluidos» contarían sólo consigo mismos. Sin embargo, contemplada con detenimiento, esa podría no ser una mala alternativa. Así lo demuestra el alucinante ciclo de protestas desencadenado por estudiantes de la Universidad de Guanajuato al cierre del 2019.

En efecto, aunque la participación y organización ciudadana en torno a asuntos de interés público es un hecho rara vez constatable en Guanajuato, me refiero, desde luego, a la participacion y organización de mujeres y hombres libres e independientes, recientemente tuvimos la ocasión de ver cómo, pese a todos los obstáculos y desventajas, cuando la gente se organiza y pone en movimiento, logra atraer atención suficiente sobre sus problemas.
Primero fue un caso de violencia sexual a manos de Julio César Kala, era el 2015. La víctima, entonces alumna de la Universidad, denunció la agresión pero la Universidad no contaba con protocolos de atención por lo que acudió a la Procuraduría de los Derechos Humanos del Estado de Guanajuato (PDHEG)[4]. Nada ocurrió, salvo que el agresor sería premiado con la coordinación del doctorado interinstitucional en Derechos Humanos de la Universidad. “Ni lo intenten”, era el mensaje que con su reacción las autoridades universitarias y la PDHEG enviaban a las estudiantes que tuvieran la intención de denunciar. Luego vinieron otras denuncias, esta vez públicas, de varias estudiantes contra sus profesores acosadores, era 2018 y la Universidad determinó sancionarles con apenas ocho días de suspensión. Quedaba claro que la Universidad no era un espacio seguro para las mujeres y que las estudiantes contaban sólo consigo mismas. Finalmente, llegaría la desaparición y posterior descubrimiento sin vida de Ana Daniela Vega, lo que haría detonar el paro estudiantil y las protestas en las que alumnas y alumnos reivindicaron, en esencia, más y mejores medidas de seguridad, reconocimiento público de la existencia de violencia de genero en la Universidad, sanciones efectivas para los agresores y protocolos de atención a las víctimas. Doce días en los que las y los estudiantes lograron someter a las autoridades -tanto universitarias como políticas- que, como un sólo bloque, parecían impenetrables.
Con independencia de su desenlace, incluso si el esfuerzo del movimiento universitario llegara a fracasar y las autoridades no respondieran a las demandas que les han sido planteadas, las y los estudiantes han abierto un sendero que podría ensachar nuestra democracia.
Las movilizaciones estudiantiles en la UG confirman que en Guanajuato -donde los formatos clásicos de participación ciudadana, como el sufragio, no responden a las necesidades de las y los «excluidos»- están emergiendo formas alternativas de deliberación y debate a través de las cuales las y los ciudadanos pretendemos incidir en el espacio público. Lo que ese activismo ilustra es, sobre todo, la falta de legitimidad y representatividad de los cargos electos y la necesidad de una parte cada vez más amplia de la sociedad de intervenir en el diseño, implementación y evaluación de las políticas públicas que nos conciernen.

En cualquier caso, hoy debemos tener claro que la posibilidad de las y los «excluidos» para recuperar el control sobre su propia vida no vendrá de los palacios de gobierno, ni de los consejos ciudadanos colonizados por corporaciones o de los políticos profesionales que tienen secuestrado al Estado. No les interesa.
La oportunidad de emancipación surgirá si los diversos grupos de «excluidos» logran -como las y los estudiantes de la Universidad de Guanajuato- articularse en torno a relaciones horizontales, solidarias y duraderas y si desde esa articulación logran desencadenar -como proponía Gramsci- reflexiones críticas que les permitan cuestionar el paradigma dominante y el pensamiento hegemónico para formular una explicación compartida de las causas que dan lugar a sus problemas, y, si, al hacerlo, logran resignificar su realidad como injusta, intolerable y merecedora de una acción correctiva atribuyendo responsabilidades por ella e identificando y diferenciando al «ellos» del «nosotras» y «nosotros», y, si logran comunicar y convencer a otras y otros de que sus causas son justas e importantes; y si, en definitiva, logran generar un vínculo identitario fuerte, característico de los movimientos sociales, que les permita poner en marcha un repertorio amplio de acciones colectivas y mantener la cohesión cuando surjan las presiones externas o la represión.
Si, además, las organizaciones y colectivos de Guanajuato tuvieramos la humildad de coordinarnos y sumarnos para acompañar estos procesos, entonces, no tengo duda, habría potencial para la lucha política y para la transformación de nuestra realidad.
[1] El término «minorías» es otra manera de identificar a los «excluidos». Las «minorías» son grupos que se encuentran en desventaja o subrepresentados en un sistema político y que, por lo tanto, se encuentran en una posición de inferioridad (no necesariamente numérica) respecto de sus posibilidades de desarrollo en comparación con el resto de su entorno (otros grupos). Desde este punto de vista y considerados de manera colectiva, son minorías las mujeres, los menores, los trabajadores, las personas con discapacidad, los pueblos indígenas, los campesinos y las personas con preferencias sexuales diversas, entre otros.
[2] De acuerdo con el periodista Fabrizio Lorusso, la desigualdad podría explicar el nivel de violencia que se vive en el Estado. Para profundizar sobre el vínculo entre la violencia y la desigualdad puede verse el artículo Tendencias de la violencia, las desapariciones y los homicidios en Guanajuato publicado en el portal de noticias desInformémonos en junio de 2019.
[3] Las externalidades pueden ir, por ejemplo, desde el aumento del tráfico vehicular y el costo del transporte público, hasta la inserción o desocupación laboral prematura, la migración, la escasez de agua, la baja calidad del medio ambiente e, incluso, la corrupción y la impunidad.
[4] El profesor Raymundo Sandoval analiza el proceso ante la PDHEG en el artículo Kala fue encubierto, no exonerado publicado en este mismo medio en diciembre de 2019.
14 de enero de 2020, 04:26
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